- La leyenda de Juana Ibáñez
Hay una leyenda que a mí en lo particular me
asombró muchísimo. Se cuenta que hace algunos años en una casita situada en
Salvador Cisneros, una de las calles de este poblado, Isabela de Sagua, vivió
una hermosa muchacha llamada Juana Ibáñez junto a sus dos hermanos pescadores:
Jacinto y Enrique. Esta muchacha era ama de casa y tenía la casa muy bien
atendida, parecía una casa de muñecas, limpia y recogida. Por eso todos la
admiraban. Lamentablemente, Juana falleció. Un día en que Enrique regresó de su pesquería
le ocurrió algo extraño: a su puerta tocó un vendedor de ajíes para cobrar un
peso que le había vendido a una muchacha en la ventana de la casa. Enrique le
pidió la descripción de la muchacha; el vendedor dijo que era una mulata china
muy hermosa, con el pelo largo la cual depositó los ajíes comprados en una
fuentecita. Enrique fue a la cocina y quedó muy sorprendido al ver en la mesa
la fuente con veinte pesos debajo. Entró al cuarto y tomó un retrato de Juana
para mostrarlo al vendedor: “¡Esa es la joven!”, gritó el vendedor. Entonces
Enrique le dijo: esta es mi hermana y murió hace algunos años. El vendedor no
miró atrás, salió corriendo desesperado y cuentan que nadie más le vio regresar.
En la actualidad las personas aún sienten miedo por lo sucedido.
- La historia de Juan el muerto
Transcurría el año mil 888 y la desembocadura del
río agua lucía con orgullo toda una flora y fauna características solo de esta
área donde el tranquilo remanso de aguas dulces se une en matrimonio con el
misterioso mundo marino. Juan se levanta del mundo de los muertos y recuerda
con exactitud el jolgorio de ese caserío todo pintado de blanco donde los que
lo habitaban eran felices pescando y haciendo carbón. En Casa Blanca se vivía
con el Don de la inocencia y la rudeza del trabajo. Llegó el 4 de septiembre y
la tranquilidad del mar y el cielo despejado, le jugaron una mala pasada a los
viejos lobos marinos. Juan se revuelve en el mundo de las sombras, recordando
el siniestro huracán que decidió arrebatar de la faz de la tierra el
asentamiento de carboneros y pescadores. Como un reloj de arena el día se iba
desvaneciendo y los pobladores de Casa Blanca, confiados e incrédulos,
olvidaron la alerta del Comandante del Puerto isabelino de buscar refugio en
Sagua la Grande.
El peligro de un gran huracán era inminente. El sol
corre sus cortinas y las condiciones climáticas comienzan a cambiar. Juan
sufre, sufre, sufre porque sabe que todo ese mundo humilde de casas blancas
será destrozado en breve por la furia del mar y de los vientos. Grandes olas se
levantaron sobre la indefensa comunidad como castigando la desobediencia. Bastó
poco tiempo para que nada quedara en pie. El silencio se convirtió en el único
vocero de la terrible desgracia. Sólo un niño de 8 años sobrevivió a la
tragedia y sobre un pedazo de madera era arrastrado por las olas y el viento. Era
Juan pequeño e indefenso quien iba acompañado, según cuenta la leyenda, por una
mujer toda vestida de blanco con un larguísimo velo, parada sobre la superficie
del mar junto a su endeble cuerpecito ya sin fuerzas. Ella lo condujo a salvo
hasta la Comandancia
de la Marina,
situada en el lugar conocido por La
Punta, en Isabela de Sagua, sitio donde fue recogido por
varios hombres al escuchar su llanto. Casa Blanca quedó desolada y solo Juan,
conocido desde entonces como Juan el Muerto, podía recordar lo acontecido en
ese asentamiento de carboneros y pescadores el 4 de septiembre de mil 888.
- Papá Montero
Otra curiosidad para compartir contigo. Muy popular en Isabela y en
Sagua a principios del siglo 20 era un negro
apodado Papá Montero que llegó a una
edad muy avanzada sin abandonar su carácter festivo y pachanguero. Su alegría
era contagiosa y se le veía en cuanta fiesta se formaba en su barrio isabelino
y en ocasiones en Sagua. Salía de rumba "Papá Montero" con unas
atractivas mulatas que siempre lo acompañaban en sus famosos espectáculos, cosa
que siempre molestó a su esposa la cual esperó pacientemente a su funeral para
decírselo. Cuenta la tradición que fue asesinado en un carnaval y que el
velorio de "Papá Montero" fue todo un festival de percusión donde los
tambores, tumbadoras se unieron para complacer al difunto, que así lo había
pedido. En medio del bullicio de improvisaciones ritmáticas de los cantantes,
se acercó la esposa, que hasta el momento había permanecido muy callada, e
improvisó un estribillo de venganza al muerto: "A velar a Papá Montero,
zumba, ¡Canalla Rumbero!", "A velar a Papá Montero" -contestó el
coro- y todos riendo apoyaron a la negra vieja que herida en su amor propio vio
aquí la ocasión para desahogarse. El acontecimiento fue tan famoso en la época,
que su medio hermano, Don Eliseo Grenet, lo rescató en una de sus composiciones
la cual expresa en un estribillo: “A velar a Papá Montero…".
- Café de Paquita
En uno de mis viajes a esta tierra de pescadores ancle
en el puerto de Isabela de Sagua, tuve la oportunidad de compartir con una amiga nacida en este bello
terruño y en medio de una amena charla, me anunció que me brindaría un
bienvenido café. Muchos fueron los incidentes que inevitablemente hicieron que
el café anunciado demorara mucho más de lo habitual y ahí mismo fue recordado
el “Café de Paquita”, frase que para los isabelinos más entrados en años es muy
familiar pues cuentan que en “Las Carboneras” vivía una frágil y simpática
señora llamada Paquita Balaguer que recibía toda visita con tanto agrado que
desde la llegada le anunciaba una taza de café. Esta señora era muy
conversadora y abrumaba a la visita con su constante charla, interrumpida con
el anuncio del retiro de la visita a lo que ella ripostaba volviendo a anunciar
el café prometido. Esto sucedía varias veces hasta que inevitablemente, por el
tiempo transcurrido, la visita tenía que retirarse por lo que Paquita se
lamentaba ya que no tuvo tiempo de hacerle el café. Es por ello que desde entonces todo el café
demorado para los isabelinos resulta parecido al “Café de Paquita”.
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